lunes, 24 de mayo de 2010

Yo sufro, ¿y tú?




En las páginas personales todo es armonía, alegría, fiesta y bonanza. He dedicado las dos últimas horas en ese pequeño experimento que venía gestando en mi desocupada y perdida cesera. He recorrido páginas y más páginas personales de amigos y viejos conocidos, y nada, ni una sola mala noticia, ni una sola cara triste, nada desagradable... Conclusión a priori: vivimos en un mundo lleno de armonía, color, belleza y felicidad.

Por desgracia, eso no me convence ni a mí, ni a Rafa Nadal, ni a nadie, así que sigo rizando el rizo, y por fin una conclusión más meditada me conduce a esta dura afirmación: TENEMOS UN PROFUNDO MIEDO AL DOLOR Y AL SUFRIMIENTO

Y decirlo en alta voz me provoca un profundo horror, porque sin dolor no hay vida, que lo digan sino las que han sido madres, no hay crecimiento.
Es en medio del sufrimiento cuando somos plenamente conscientes de nuestra finitud y fragilidad, desde el dolor aprendemos a mirar la vida cara a cara,  sin velos, lo que hay es lo que está frente a frente y ahora mismo.

Puede que un repentino infarto me impida terminar esta chorrada, puede que al salir del trabajo un accidente acabe con mis días, puede que mil desgracias sucedan a estos momentos de tranquilidad, pero negarlo, temerlo o  intentar a toda costa evitarlo no me hará más feliz, ni más dichoso, sino que terminará por agotarme de tal manera que sea incapaz de mirar la verdad de la vida que sale a mi encuentro a cada segundo.

No veo razón para intentar esconder el dolor, para hacer del sufrimiento una especie de lepra destinada a unos pocos desafortunados de la cual no queremos ni oír ni ver nada. Si algún afortunado conocido se volviese rico y famoso de la noche a la mañana, sería cuestión de  segundos que la noticia recorriera el globo de norte a sur, pero la desgracia, las rupturas, las pérdidas que nos desgarran el alma hasta sentir ese inmenso e inexplicable dolor interior, eso lo guardamos, cual tesoro escondido, solo para uso y disfrute personal.

El dolor es como aquella tableta de chocolate que nos regalaban de niños, y la escondíamos y guardábamos celosamente para disfrutar  lentamente sin compartir con nadie y terminaba  inevitablemente sentándonos mal.

Quiero confesar que no tengo miedo al sufrimiento, no me asusta, he visto su rostro, he lidiado con él desde muy corta edad, y hoy por hoy es un compañero más de este viaje, aparece y vuelve a reaparecer, cambia de rostro, de lugar, de estrategia, pero cada vez es más predecible, más inocuo y en ello creo que esta la llave de la verdadera y auténtica felicidad.

No se trata de construirnos un micromundo a prueba de todo tipo de desgracias, porque eso amigos es humanamente imposible, la cuestión es mirar la vida de frente, sin vergüenza, sin complejos ni miedos, me he caído, pero he logrado levantarme; me han aplastado pero me reinflé como uno de esos muñecos de plástico con memoria.

Vivimos en todas partes tiempos inciertos, y arrimar los hombros hace más ligeras las cargas, más de uno tendría mil historias y hazañas vitales que compartir que nos enriquecerían mucho a todos. Dejemos  en herencia a esos niños sonrientes, que ocupan una gran parte de la capacidad de almacenamiento de nuestras cuentas, un auténtico testimonio vital algo que con el paso del tiempo les sirva para algo más que para suscitar la nostalgia y con ella depresiones, adicciones, en fin...una vez más: NO TENGAMOS MIEDO.


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