Todos tenemos recuerdos...Recuerdos dulces de nuestra infancia, como cuando junto a nuestro
padre preparábamos una enorme cometa que luego llevaríamos a volar en una tarde
de domingo cualquiera y que con el paso
del tiempo, terminaría por quedarse en nuestra memoria como la más mágica tarde
de nuestra vida...
Recuerdos amargos, como la calurosa mañana de julio en que una
llamada de teléfono te avisa de la muerte repentina, y a la vez esperada, de tu
querido abuelo, y con él se marcha para siempre la inocencia y el sentimiento
de eternidad que nos acompañó durante los primeros años de nuestra vida, y
comenzamos a darnos cuenta que todo lo que nos rodea, todo, absolutamente todo, es efímero y
perecedero...
Recuerdos que nos
llenan de orgullo, como aquella
vez que no teniendo nada más que dar a una noble causa, tuvimos el coraje de
darnos a nosotros mismos... Y por supuesto, los que nos llenan de verguenza, aún pasado el tiempo, de las
incontables veces que fuimos cobardes y mezquinos y traicionamos nuestro más
preciado bien: Nuestro Ser.
Pero no voy por ahí esta vez, no quiero regodearme -o revolcarme- en
nuestro pasado, ni incitar a nadie a
hacerlo, quiero reflexionar sobre esa parte de nuestra memoria destinada a
almacenar la ficha de las personas que vamos encontrando a lo largo de nuestra
existencia; ¿Cuál es su utilidad? o mejor dicho, ¿cuál es su valor real, si es
que tiene alguno? ¿Es necesario, o al menos sano, con el paso del tiempo hacer
una limpieza y volver a sincronizar los datos -como hacemos con nuestros
dispositivos multimedia- o simplemente tirar de su infinita capacidad y dejarlo
estar?
Con las nuevas tecnologías, reencontrar viejos
conocidos -o al menos su avatar- se ha vuelto una tarea muy simple, basta un
ordenador, una red social gratuita y algo de tiempo, y ese amigo de la infancia, del que no habías
tenido noticias en años, reaparece convertido en padre de tres niñas enormes y
preciosas, y su rostro, aunque muy cambiado, sigue albergando -al menos en las
fotos que nos comparte- el rostro infantil o juvenil que recordamos; pero... ¿Y la persona?, eso que está más allá
del nombre, la nacionalidad e incluso del mismo rostro, ¿Esa persona que reencontramos coincide en algo con la ficha que de él
teníamos almacenada en nuestra memoria?
Mi respuesta a estas interrogantes es incierta
y algo densa. En los últimos meses he vivido reencuentros verdaderamente
emocionantes, desde una amiga del primer año de facultad, que tras más de 15
años sin tener noticias suyas, al volver a hablar con ella por teléfono, su voz
seguía siendo la misma, y su calidez y ternura era capaz de traspasar la
distancia y la frialdad del aparato y transportarme a aquella ciudad y aquel
tiempo que compartimos, hasta un reencuentro con un excompañero de vocación,
con el que conviví unos tres años bajo el mismo techo y compartíamos, o al
menos eso guardaba en la correspondiente ficha, vocación, ilusiones,
valores...
Rostro, voz, todo lo externo resulta con el paso del tiempo más o menos reconocible,
pero lo que realmente somos, resulta con el tiempo un enorme misterio que poco
a poco se va desvelando hasta alcanzar su auténtica luz y mostrarnos su Verdad.
No se trata de una incapacidad humana para
captar las esencias de las cosas y personas, ni tampoco de una falsedad innata
que nos lleva a esconder nuestra verdad a los demás, se trata más bien, creo
yo, de ese connatural redescubrimiento continuo del mundo y de nosotros mismos
del que somos a la vez objeto y sujeto en el transcurso de nuestra vida.
Somos hoy, lo que éramos entonces, sólo que
entonces no éramos del todo conscientes de ello, no nos conocíamos realmente en
toda profundidad, y por eso no podemos culpar a nadie -ni culparnos- de guardar
imágenes falsas de los conocidos de antaño, que con el tiempo resultan inútiles
y nada tienen que ver con la persona que era y hoy reencontramos. Lo más
seguro, y lógico, es que a la inversa el resultado de este contraste sea el
mismo, y nosotros resultemos para los
otros igual de extraños e irreconocibles.
Me lío de tal manera -en eso al menos yo
resulto reconocible-, cuando lo que intento es simplemente compartir este
sentimiento agridulce que nos invade con cada reencuentro y nos lleva, tras el
gozo inicial del reencuentro -al menos me ocurre así- a dudar de nuestra capacidad de empatía y observación
de la realidad... ¿Qué tenía en la mirada? ¿Cómo no fui capaz de ver volar
aquellos elefantes?
Preguntas como estás me rondan, y la respuesta
para éstas es clara simple y precisa: la
mirada era limpia, pura, virgen; los elefantes, volaban sí, pero disfrazados de mariposas, y ni siquiera ellos sabían
que eran elefantes.
Me rondan cantares y júbilos que, aunque
ajenos, me impulsan a poner punto final
a esta "meditación" con un par de jaculatorias: ¡Bendita la Vida que
nos permite reinventarnos y descubrirnos a cada paso! ¡Benditos aquellos que nos han dado la oportunidad de descubrirnos
descubriéndolos!
Querido mio,
ResponderEliminarHoy hago mías tus palabras, a menudo comparto tus sensaciones, El gran gozo cuando encuentro a alguien conocido y el desencanto de descubrir que nada tiene que ver esa persona con la imagen que me habia inventado de él.
Al respecto solo me gustaría que si lo que encuentro de ti difiere mucho de lo que recuerdo, al menos que pueda disfrutar conociendote nuevamente.
Besos miles Vivian