domingo, 17 de enero de 2010

Sincronización en curso...






Todos tenemos recuerdos...Recuerdos dulces de nuestra infancia, como cuando junto a nuestro padre preparábamos una enorme cometa que luego llevaríamos a volar en una tarde de domingo cualquiera  y que con el paso del tiempo, terminaría por quedarse en nuestra memoria como la más mágica tarde de nuestra vida...

Recuerdos amargos, como la calurosa mañana de julio en que una llamada de teléfono te avisa de la muerte repentina, y a la vez esperada, de tu querido abuelo, y con él se marcha para siempre la inocencia y el sentimiento de eternidad que nos acompañó durante los primeros años de nuestra vida, y comenzamos a darnos cuenta que todo lo que nos rodea, todo,  absolutamente todo, es efímero y perecedero...

Recuerdos que nos llenan de orgullo, como aquella vez que no teniendo nada más que dar a una noble causa, tuvimos el coraje de darnos a nosotros mismos... Y por supuesto, los que nos llenan de verguenza, aún pasado el tiempo, de las incontables veces que fuimos cobardes y mezquinos y traicionamos nuestro más preciado bien: Nuestro Ser.

Pero no voy por ahí esta vez, no quiero regodearme -o revolcarme- en nuestro pasado,  ni incitar a nadie a hacerlo, quiero reflexionar sobre esa parte de nuestra memoria destinada a almacenar la ficha de las personas que vamos encontrando a lo largo de nuestra existencia; ¿Cuál es su utilidad? o mejor dicho, ¿cuál es su valor real, si es que tiene alguno? ¿Es necesario,  o  al menos sano, con el paso del tiempo hacer una limpieza y volver a sincronizar los datos -como hacemos con nuestros dispositivos multimedia- o simplemente tirar de su infinita capacidad y dejarlo estar?

Con las nuevas tecnologías, reencontrar viejos conocidos -o al menos su avatar- se ha vuelto una tarea muy simple, basta un ordenador, una red social gratuita y algo de tiempo, y  ese amigo de la infancia, del que no habías tenido noticias en años, reaparece convertido en padre de tres niñas enormes y preciosas, y su rostro, aunque muy cambiado, sigue albergando -al menos en las fotos que nos comparte- el rostro infantil o juvenil que recordamos; pero... ¿Y la persona?, eso que está más allá del nombre, la nacionalidad e incluso del mismo rostro, ¿Esa persona que reencontramos coincide en algo con la ficha que de él teníamos almacenada en nuestra memoria?

Mi respuesta a estas interrogantes es incierta y algo densa. En los últimos meses he vivido reencuentros verdaderamente emocionantes, desde una amiga del primer año de facultad, que tras más de 15 años sin tener noticias suyas, al volver a hablar con ella por teléfono, su voz seguía siendo la misma, y su calidez y ternura era capaz de traspasar la distancia y la frialdad del aparato y transportarme a aquella ciudad y aquel tiempo que compartimos, hasta un reencuentro con un excompañero de vocación, con el que conviví unos tres años bajo el mismo techo y compartíamos, o al menos eso guardaba en la correspondiente ficha, vocación, ilusiones, valores... 

Rostro, voz, todo lo externo resulta con el paso del tiempo más o menos reconocible, pero lo que realmente somos, resulta con el tiempo un enorme misterio que poco a poco se va desvelando hasta alcanzar su auténtica luz y mostrarnos su Verdad.

No se trata de una incapacidad humana para captar las esencias de las cosas y personas, ni tampoco de una falsedad innata que nos lleva a esconder nuestra verdad a los demás, se trata más bien, creo yo,  de ese connatural redescubrimiento continuo del mundo y de nosotros mismos del que somos a la vez objeto y sujeto en el transcurso de nuestra vida.

Somos hoy, lo que éramos entonces, sólo que entonces no éramos del todo conscientes de ello, no nos conocíamos realmente en toda profundidad, y por eso no podemos culpar a nadie -ni culparnos- de guardar imágenes falsas de los conocidos de antaño, que con el tiempo resultan inútiles y nada tienen que ver con la persona que era y hoy reencontramos. Lo más seguro, y lógico, es que a la inversa el resultado de este contraste sea el mismo, y nosotros resultemos para los otros igual de extraños e irreconocibles.

Me lío de tal manera -en eso al menos yo resulto reconocible-, cuando lo que intento es simplemente compartir este sentimiento agridulce que nos invade con cada reencuentro y nos lleva, tras el gozo inicial del reencuentro -al menos me ocurre así- a dudar de nuestra capacidad de empatía y observación de la realidad... ¿Qué tenía en la mirada? ¿Cómo no fui capaz de ver volar aquellos elefantes?

Preguntas como estás me rondan, y la respuesta para éstas es  clara simple y precisa: la mirada era limpia, pura, virgen; los elefantes, volaban sí, pero disfrazados de mariposas, y ni siquiera ellos sabían que eran elefantes.


Me rondan cantares y júbilos que, aunque ajenos,  me impulsan a poner punto final a esta "meditación" con un par de jaculatorias: ¡Bendita la Vida que nos permite reinventarnos y descubrirnos a cada paso! ¡Benditos aquellos que nos han dado la oportunidad de descubrirnos descubriéndolos!

1 comentario:

  1. Querido mio,
    Hoy hago mías tus palabras, a menudo comparto tus sensaciones, El gran gozo cuando encuentro a alguien conocido y el desencanto de descubrir que nada tiene que ver esa persona con la imagen que me habia inventado de él.
    Al respecto solo me gustaría que si lo que encuentro de ti difiere mucho de lo que recuerdo, al menos que pueda disfrutar conociendote nuevamente.
    Besos miles Vivian

    ResponderEliminar